Nos montamos todos los días en el mismo autobús y después vamos andando
por allí y nos perdemos. Estamos muertos de hambre y engullimos en vez
de saborear cada cucharada. Hacemos los deberes en menos de media hora y
después suspendemos los exámenes. Nos hacemos las dignas saliendo a la
calle con los tacones más altos de la tienda y, aun sabiendo
que en tacones hay que andar despacio, nos empeñamos en correr y perder
toda la dignidad doblándonos un tobillo. Estamos tontos. Pasamos una
tarde entera en casa desesperados porque llegue el día siguiente y la
perdemos. Tenemos todo el día para arreglarnos y esperamos a los últimos
20 minutos para hacerlo mal y corriendo en vez de ir con el tiempo de
sobra para poder mirarnos al espejo veinte veces antes de salir. Parece
que nos gusta. Besamos rápido como si así demostrásemos más, como si el
sentimiento así fuera más fuerte, y olvidamos lo especiales que son los
besos lentos que te mueven algo por dentro. Al igual que regalamos besos
y olvidamos lo que se siente al ganar el que tanto esperabas. Lo
hacemos corriendo, como si tuviéramos prisa, como si no quisiéramos
disfrutar del otro, con lo estremecedor que es hacerlo lento. Yo no lo
entiendo.
Tenemos prisa hasta de enamorarnos, ese sentimiento que
el reloj no puede medir pero nosotros le permitimos que lo haga. Porque
cuando sentimos por otra persona nos morimos porque ésta lo sepa o se
fije en nosotros y sufrimos deseando que ese momento llegue. Contamos
los días y cuando lo tenemos decimos que “el tonteo” es el mejor momento
de una relación, que la monotonía llega a aburrir.
Vivimos
controlados por un reloj, hasta lo llevamos atado a la muñeca, quitatelo
de vez en cuando y disfruta. Saborea lo que haces porque es igual de
importante en tu vida una tarde en casa que un viernes en el centro. No
tengas prisa, o en este caso te permito que la tengas, porque como
tardes en quitarte el reloj te darás cuenta de lo mucho que has estado
perdiendo.